lunes, marzo 12, 2012

Reseña sobre Señoras del buen morir, de Adriana Valdés.Santiago: Orjikh Editores, 2011.



Por fin de vacaciones. Como de costumbre saqué con anticipación mi boleto de tren y llegué con holgura de tiempo para acomodarme y empezar un libro de poemas que me espera hace meses. Por la ventana veo a la gente que se arremolina en el andén conforme se acerca la hora de salida, hay emoción contenida, mucha de ella se desata con el pitazo de partida y el último adiós de quienes despiden la partida de sus seres queridos.

En fin, abro el poemario y mi tranquilidad se ve de alguna manera interrumpida por un par de señoras que se sientan frente a mí dando notorias muestras de cansancio pero aparentemente alegres de emprender el viaje. No puedo concentrarme, estas mujeres conversan con tal fruición y profundidad que me voy quedando suspendido en la interfaz que se produce entre mis ojeadas al libro y la lectura de los poemas y mis ojeadas al libro como estratagema para oír a hurtadillas su conversación.

Una de las señoras, de aspecto serio y solemne pero de sonrisa amable, es la que lleva la conversación y, aunque he tratado de escuchar sin alzar la vista hacia ellas, se me hace imposible cuando esta misma señora eleva un poco el tono de la voz y dice: “Déjenme morir en mi ley” (9). Pero ¿quién es la que habla? – me pregunto en el silencio sepulcral de mi conciencia pasada. Y es que la discusión filosófica respecto de la eutanasia y el bien morir se ha desperfilado un tanto a causa de algunos intereses corporativos. Y, entre la impotencia y la desazón ante ello, ya me suena manida y, por tanto, eternamente pendiente. Pero no es ese el punto ahora: ¿Hablará del derecho a decidir morir? Dejo mi pregunta caer en lo hondo de mi existencia –y la de todos- cuando le escucho: “denle a mi corazón permiso/ de cansarse….”. ¿Por qué otros tendrían la atribución de permitirle semejante decisión? ¿Quiénes? ¿Sus hijas? – Distingo que el primer poema del libro que tengo en mis manos está dedicado “a mis hijas”. ¿A ellas se referirá la señora de sonrisa amable? Luego, quitándole la vista a su interlocutora, pareciera decirse a sí misma: “quisiera estar conversando con una de ustedes/ decir ¡ah! y quedarme, / o tenderme por un dolor de cabeza/como cualquier otro día/ y no despertar más. Por nada…”. ¿Hay aquí impotencia o deseo? Es el grito de auxilio o una forma de decir, de espetarles a todos: ¡déjenme equivocarme, estar por alguna vez fuera de control, lejos del control de las cosas! Pienso- es el cansancio de la mujer y de una humanidad entera a lo largo de la historia ¿Quién no ha dicho ¡ah! como quien exclama y deja escapar un lamento, una interjección de desfallecimiento, una expiración forzada, un enojo? Especialmente –ahora siento más que pienso- cuando quisiéramos no despertar más. ¿A quiénes les habla esta señora con la dureza de una denuncia? ¿A los médicos?¿Por qué ese derecho -y es considerado como tal aunque se pague una fortuna por él- “a no entrar en las máquinas infernales, infinitas/ en recambio de piezas, en un aire mecánico,/ en la fila desgraciada respirando al unísono”? ¿Le hablará al sistema de salud al cual no quiere pertenecer? Así parece cuando habla de la “industria de la muerte” – ¡qué paradoja! O cuando casi balbucea un especie de último deseo: “Ahí es donde no quiero estar/ en las usinas de la industria, hecha pelele, hecha cifra/ de contabilidades mezquinas, hecha presa/ de los largos dedos fríos de la usura. Y recuerdo mis clases de ética en la universidad y los dilemas que debíamos trabajar a través de ensayos. ¿Qué derecho puede estar sobre la vida? -preguntaban algunos, con el desparpajo de estar enunciando la única verdad universal. Yo pensaba, pero de qué vida estamos hablando ¿tendremos las mismas ganas de vivir cuando seamos más viejos? Mal que mal la vida es el envejecimiento del cuerpo. ¿Tendremos ganas de vivir si esta sociedad que hemos construido nos discrimina cuando más la necesitamos, cuando lo hemos dado todo? Quizás vivir se parece más a la experiencia de la vida que a unos cuantos indicadores clínicos: “El hálito vital es otra cosa/ no un respirador mecánico…”. Y si es así, el deseo de vivir puede en algún momento pasar por desear morir, en el momento cúlmine de nuestras existencias, no en el desenlace cruel y cuesta abajo del deterioro orgánico que inevitablemente contamina toda la existencia (de ahí que los franceses sepan de lo que hablan cuando se refieren a la pequeña muerte). –“…el hálito/ sopla donde quiere y donde quiere se va”/ y marca un ritmo, y tiene consonancias” ¿Para que extender una vida mecánicamente que no es vida, que es lo contrario, es sufrimiento y muerte para todos? Dejemos al cuerpo que muera y dejemos a nuestra alma que muera de la mano de nuestro cuerpo, cuando lo desee, cuando sea el momento, sin que Nada ni Nadie, ni ellos, ni nosotros, ni Él (que es él y unos cuantos cómplices más) decidan por uno. Estaba en esas cavilaciones, escuchando la conversación de fondo, cuando esta señora se incorpora en el mismo asiento y sin ponerse de pie pareciera pronunciar una arenga: “Señoras del buen morir, yo quisiera evocarlas/ ‘retirándose con dignidad’(…)/ y muriéndose como antes, como yo quiero morir/ si todavía se puede, todavía, ojalá”. Quedé paralogizado. Absorto en esa última sentencia: esa condición, esa posibilidad, esa súplica; todo junto. Se volvió a acomodar en el asiento y cerró los ojos lentamente, como si unas manos invisibles hubieran cerrado sus párpados delicadamente.

Pero esto no es un ensayo ni un experimento controlado, es la “vida real” o lo que acordaron que eso era, aunque hablemos de la muerte, porque cuando hablamos de la muerte aún hablamos de vivir, de respirar, de acumular años. La señora de la sonrisa amable se vuelve a inclinar, saca una hoja, más bien una esquela para cartas y comienza a escribir. Su letra sin lugar a dudas pasó por los rigores de la caligrafía, por tanto entre sus bostezos alcanzo a descifrar, con alguna dificultad para no ser sorprendido, lo que parece ser una carta a su abuela, al menos la primera línea dice: “pronto cumpliré los años que tuviste, abuela”. Pienso en Mouat y su El empampado Riquelme. Luego escribe: “en un año más seré mayor que tú”. Sigo pensando en esa fabulosa obra de Mouat y aquella historia del montañista que encuentra a su padre, también montañista y desaparecido cuando él era pequeño; lo halla en la montaña congelado y conservado a una edad menor a la que él, su hijo, tiene en ese momento. Prosigue escribiendo: “te estaré sobreviviendo/ diez o veinte años, al amor de adelantos de la medicina”. Exhalo, miro hacia adentro e imagino que esta señora hubiera deseado ser como su abuela, al menos en el bien morir, ella sí –quizás- fue una señora del bien morir. La medicina puede hacernos supervivientes, pero ese obsequio puede transformarse en un presente no deseado, catastrófico. Entre la inquietante sensación de la sobrevida a nuestros padres y antepasados, decido no seguir “espiando” y retomar mi lectura, doy vuelta la hoja y el segundo poema se llama “Victoria pírrica” (11). Qué fortuita coincidencia o qué designio de algún poderoso me sorprende como una oveja pastando confiado en los cuidados del pastor, que me apresa tal como a un tetrapléjico, vivo pero sin voluntad, sin poder, en la peor tragedia escrita alguna vez, y me enfrenta sin alternativa con los últimos versos del poema: “diez o veinte años de regalo: cómo hacer/ que no sean/ un presente/ griego”.

El recorrido del tren no está exento de turbulencias. Mientras más intento apaciguarme y forzar el ritmo que me impone, más tardo en descansar definitivamente. Siempre es así. Ya de noche, a la luz de la luna, prefiero observar como duermen en paz los pasajeros pese al incesante movimiento del coche. Tanto así que la señora en su sueño no se ha dado cuenta de que de entre las hojas de su libro cae una hoja más pequeña. La recojo. Me llama la atención su material. Es un papel distinto, transparente, con una letra en itálica, solemne y en inglés. Es un poema, cuyo segundo verso es el nombre del sublime poema de Dylan Thomas: “Deathshallhave no dominion”. Es una suerte de bonustrack: “y la muerte no se impondrá” está manuscrito como traducción a un costado. Prefiero creer que es un mensaje secreto, un código aparte que sigue hablándome de la vida y de la muerte como una cuestión de decisión, de poder, de dominio. Esta vez me parece que la muerte omnipotente no es la muerte del cuerpo sino el olvido perpetuo y, la vida, sólo un instante únicamente consciente durante su tránsito. Antes de cerrar mi libro y decidir dormir, leo los últimos versos, hermosos versos que elijo para terminar la jornada, y que esta señora de sonrisa afable, independiente de que fuera una prestigiosa académica, una crítica literaria de fuste o una poeta extravagante que guarda sus poemas hace más de 30 años, me ha dejado caer como un testamento: “y la muerte no se impondrá / sobre el libre remolino de polvo /que alguna vez yo fui / he de reaparecer de vez en cuando / como pájaro, nadando sobre las olas del mar, / como susurro, / como fugaz olor de jazmines, / como un matiz extraño entre las hojas…”

Al otro día me despierto. Las señoras del bien morir ya no están frente a mí. Se han bajado en una estación anterior. Prefiero creer que así lo han decidido y esbozo una sonrisa cómplice. Decido por mi parte abrir mi poemario y continuar: mi libro tiene aún hojas por llenar.

Hay conversaciones que no todos pueden sostener, ni siquiera aspirar a tenerlas. Así me sucedió con Señoras del buen morir, el último poemario de la académica, escritora, ensayista y crítica Adriana Valdés. Sentí que leía una suerte de conversación en clave entre una hablante -una sabia o elegida- que goza de un estatus que le permite enfrentar, o al menos establecer, un diálogo profundo sobre lo que siente –y sabe- es el bien morir. Ahora, cuando hablo de claves reveladas en parte, no digo que se trate de una poesía críptica o incomprensible; al contrario, pareciera tratarse de una conversación cotidiana con la muerte, una conversación como cualquiera otra, y pareciera que quien tenemos ante nosotros fuera una persona común y corriente. Habla de igual a igual, como si no tuviera nada que perder, como si esta poesía, fuera el lenguaje -que se sugiere- únicamente posible y apropiado para esta charla trascendental. Pero no se trata de una usurpación ni una afrenta a la intimidad del hablante, de ahí que puedo escuchar o leer esta conversación, toda vez que aquí se habla de lo que todos somos o seremos (la diferencia es una cuestión de tiempo, no sólo verbal), pero desde una posición privilegiada, aunque intente desconocerlo.

Son dieciocho poemas de morir, tres de ellos también como volantes, palomitas, cartas que “se irán directamente/ al cielo” (“Cartas”, 31) y escritos en inglés por si los ángeles. La música y la plástica son imágenes y texturas que componen con ritmo y cuidada elegancia la partitura sobre el lienzo. No sólo por”Schubert” (49), poema breve: “ante la muerte/ todos seremos doncellas”; que sorpresivamente pareciera incluir a hombres y mujeres, y con una buena coda final: la paráfrasis mistraliana que propone doncellas por reinas, simplemente porque si no, no sería Schubert. También por la disposición del libro que resuena a una sinfonía escrita en 4 movimientos. En el primer movimiento el recurso retórico ante la muerte es normativo; están como ya se reseñó: “Déjenme morir en mi ley” y más adelante “And deathshallhave no dominion” (13). Continúa con “Para mi entierro, instrucciones” (15) donde el hablante dice preferir en su entierro la música a las palabras vacías, “la nota falsa” en las palabras que sí puede reconocer desde su oficio. Es sorpresivo su remate: “De música sé muy poco/ es más fácil engañarme/ hacerme feliz”, puesto que al menos podrían extraerse dos conclusiones paradójicas: la felicidad está en el engaño; y en su trabajo con las palabras no siempre fue feliz. Termina con la “Muerte propia” (17), dando el tono de lo que es el segundo movimiento, donde habla de sí misma, desde cómo percibe a la muerte en “La muerte entra por los pies” (21) y tres crudas declaraciones de una hablante mujer que le habla a otro y se lamenta de “no haber sido a tu lado/ nada más que esta pobre mujer/ incapaz siquiera/ de clamar al cielo” (23); que se percibe a sí misma como una de las tres parcas en “Yo, la devanadora” (25); y enfrenta a un tercero a quien le dice “qué sé yo de tu muerte” (27). El tercer movimiento se llama “Nunca más” y empieza con “Cartas”, ya mencionado, continúa con “En viaje” (33) donde hace una alusión fantasmagórica al reflejo de alguien en la ventana de un tren, continúa con “Louvre, septiembre 2007” (35) y la evocación de una mujer mayor movilizada desde las antigüedades orientales dentro del museo hasta la presencia del cuervo del poema de Poe sobre el prado; y finaliza con las propias “Esculturas francesas” (37), una prueba irrefutable de “la fragilidad de nuestra carne”. El último movimiento es una provocación, una amenaza probablemente, y se llama “Muerte, no te la creas”. Más allá de usar la clásica personificación de este estado, comienza haciendo un “Balance” (41), propio de quienes aún vivos experimentan la muerte de su “gente conocida”; entre ellos le escribe “a F.F, el día de su muerte” (43), texto que termina con una pregunta insondable: “¿O es que cada uno/ llora nada más que por sí mismo/ en esta soledad de la mañana?” Pareciera que estos últimos poemas fueron los últimos que escribió, tal como lo sugiere “Sin título” (45) que retoma la constatación de estar más vieja que la mayoría de sus amores muertos y lo expone una vez más como un hecho favorable: “tuvieron la felicidad de morir”, en el doloroso sentido de reconocer en la vejez una “caricatura de sí mismos”. Y es un cierre circular al problema del bien morir presentado desde el inicio. El libro termina con dos poemas. El penúltimo toma una idea tratada en la poesía y en las artes: la de la muerte como el “último amante” en “La muerte puso residencia en mí” (47), que retrata a una muerte física que sí tendrá dominio, y el ya mencionado “Schubert”, que más allá de lo reseñado, como consecuencia del poema precedente concluye la provocación del último movimiento. Vale decir, si primero y desde siempre la muerte nos terminará poseyendo (física o sexualmente), aquí dice que seremos doncellas, seremos sólo eso: la muerte y la doncella.

Este poemario le habla a señoras, pero no desde la exclusión, sino desde la identidad y desde la causa filosófica del bien morir que pretenden. Y habla fundamentalmente, desde diversas perspectivas y con diferente recursividad, de la impotencia ante el morir como proceso y ante la muerte como estado final, desde el hecho inevitable pero indeseada y progresivamente controlable en cuanto al momento en que ocurre y a las condiciones en que sucede, y de cómo la muerte, la única certeza vital, hagamos lo que hagamos finalmente nos sorprende. Mi amigo el poeta Roberto Aedo, a propósito de Altazor, me dijo: “la muerte es irresistible, la poesía la detiene, pero no la evita”. Si así fuera, el poemario de Valdés es un buen paracaídas.


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domingo, septiembre 25, 2011

Funes, un triángulo dentro de Borges, un círculo dentro del cuadrado Reyes (la transfiguración de un hombre de Vitruvio)


(Este es un mini ensayo donde intenté aplicar la teoría literaria de Alfonso Reyes al cuento "Funes, el memorioso" de su amigo Jorge Luis Borges).

1er ángulo: La catacresis, la batalla de Latinoamérica.
Borges dijo de “Funes, el memorioso” que “es una larga metáfora del insomnio” (113). Respecto de esta pura definición habría bastante que observar; por ahora me quedaré en lo siguiente: si lo leyéramos bajo la comprensión previa de que se trata de una metáfora, sería fácil de recordar -como el protagonista de relato- que Alfonso Reyes, en una de las distinciones planteadas en su teoría literaria, se refiere a la catacresis como un tropo “que es un mentar con las palabras lo que no tiene palabras ya hechas para ser mentado” (47). También agrega que es un procedimiento que proviene de una batalla entre la poesía y el lenguaje y que, como consecuencia, la poesía es un lenguaje que se crea dentro del lenguaje[1]. En esta línea de argumentación, este relato ¿sería una suerte de metáfora -o catacresis- fundamentada por el hecho de estar escrita mediante esta figura literaria, una imagen, una historia compuesta por elementos ya existentes y que ordenados de este modo constituyen un concepto, una nueva idea con la que se contribuye a la realidad? Si así fuera ¿cuál sería esa catacresis? ¿Cuál la nueva idea o contribución?

Pero antes de proponer una respuesta tentativa, quisiera agregar un elemento adicional. Más allá de la mera asimilación del concepto poético de Reyes, aquel que se refiere a que si se lee un texto escrito se lee definitivamente ficción pura, no podemos dejar de reparar en que este relato se encuentra ubicado por el autor en un conjunto de relatos denominado “Artificios”, que a su vez compone el texto Ficciones. ¿Es esta catacresis, entonces, una ficción de Borges?

Si ésta fuera una obra de ingeniería llevada a cabo con materiales conocidos ¿cuáles serían sus partes? El relato señala que un tal “Pedro Leandro Ipuche ha escrito que Funes era… “un Zarathustra cimarrón y vernáculo” (118), vale decir, un personaje ícono del pensamiento antiguo como una de estas partes de la catacresis, pero varios siglos después y en un poblado bucólico del cono sur americano; lo que tiene que ver con las otras partes, el cimarrón salvaje, el animal que habita en las periferias de la ciudad y del conocimiento formal, pero también el esclavo americano, acervo de la nueva cultura postcolonial. Todos ellos, transfigurados en la persona literaria de Funes, pero que podríamos convenir también podría corresponder a la encarnación de Borges –definitivamente un alter ego, que se completa con el narrador del relato- como un sujeto nacido en tierra americana, construido por estas partes, incluidas las coloniales, y que levanta un discurso de pretensión universal al ser parte de ambas culturas que perfectamente podrían constituir un todo, al menos aspirar a ello. En este sentido, el que sea o no una ficción, no desmerece la intención de su batalla, desde la poesía o relato como un lenguaje prestado en sus partes pero que unidos (también los americanos) pueden bregar por la utopía de América.

2° ángulo: La intención, el origen del mundo.

La pintura de Gustave Courbet es frontalmente clara para denotar el origen del mundo, su título, de una manera un tanto biológica –o anatómica. Pero la idea de que haya un punto originario de una creación me es útil para comprender lo señalado por Reyes respecto de la intención, “el rumbo del flujo” (48), toda vez que el autor de una obra -también un humano como en Courbet, sin perjuicio que incorpore cierta información adicional -ancilar, continúa guiado por esta fuerza original. ¿Cuál sería, entonces, la intención del narrador, la de Funes, la de Borges?

La del narrador podría parecer explícita según versa el relato: un testimonio personal sobre un personaje tan extraordinario como entrañable y de quien se está elaborando un proyecto de escritura con quienes constituyeron su entorno: “aquellos que lo trataron” (117). Es una suerte de memoria –coincidentemente- sobre quien sobresalió por su portentosa memoria. Pero si retomamos a Reyes y separamos la paja del trigo ¿podría la información ancilar, en este caso, estar constituida por los datos biográficos de Funes, incluso su sorprendente anecdotario? Si nos asimos a algunos cabos del relato podríamos inferir que la intención del narrador del relato es mostrar permanentemente un parangón entre dos modelos, dos tipos de intelectualidad. Una, la de Funes, atiborrada de información acumulada, una internet donde la mayoría de su contenido bien podría ser basura[2]; frente a la del narrador, que se sugiere equilibrada entre el saber como conocimiento y una reflexión posterior a ello, un producto al que se le ha agregado valor. Es más, para el hablante, el recordar es un verbo sagrado que sólo Funes –se intuye- tuvo el derecho a pronunciar. No obstante, él está todo el tiempo recordando, un recuerdo de medio siglo ya, pero un recuerdo que a veces es “sentir entre paréntesis” y después de la palabra “razonar”. Vale decir, la distinción entre el recuerdo de un dato específico (ancilar) y un recuerdo de una experiencia humana elaborada (pura). Asimismo, y sin ánimo de extenderse, Funes es también para el narrador el salvaje ilustrado y, por tanto, un prodigio afuncional, desperdiciado; versus él mismo, intelectual, burgués y con intenciones –aunque no explicitadas- universales. Finalmente, la de un Funes que principalmente absorbe; contra la del narrador que incluso es capaz de –generosamente- escribir y apologizar a su compañero a través de un escrito[3].

La intención de Funes en toda su breve pero intensa vida, empero, es la reproducción de pequeñas partes de un mundo exterior, memorizadas con altísima precisión, que le sirven para crear su mundo interior. El anecdotario de su maravillosa memoria bien podría ser lo visible, sólo la punta de un iceberg, que la miopía narcisista del narrador le permite avizorar. Tiendo a pensar que un tipo como Funes, aunque fuera la creación del narrador literario y también la del autor, fija su membrana empírica en un mundo (re)creado por él mismo y, por lo mismo, es reseñado como el “precursor de los superhombres” (118), que propone “un vocabulario infinito para la serie natural de los números” (125) y que tiene él solo “más recuerdos que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo” (123). Ése es “el vertiginoso mundo de Funes” (125), dónde experimenta su vida humana, o al menos tiene la intención.

Y la intención de Borges, anteriormente mencionada como una catacresis, podríamos calificarla como una contribución al origen de un nuevo mundo; nuevo como antítesis del viejo mundo: Europa, pero que en realidad pretende ser una síntesis entre dos culturas que convergen; ese es el carácter de nuevo de América, no la América precolombina ni tampoco la colonizada. Borges da a luz un relato que en sí mismo y en contenido, es la intención de mostrar al mundo y dejarle como legado una obra de arte, americana.

3er ángulo: La memoria, un soldado universal

Recuerdo ancilar o memoria ética ¿A qué refiere este relato? ¿Tiene que ver este supuesto testimonio, un tanto infantil, pastoril, incluso nostálgico, con la experiencia humana? Más allá de las lecturas e interpretaciones posibles ¿no habrá aquí, de un modo codificado si se quiere, un mensaje universal? Podría ser una pista interesante que permita deshilvanar una experiencia aparentemente particular en una herencia para el mundo. ¿Qué sería lo universal entonces, lo humano? ¿La trascendencia de los recuerdos en la vida humana? ¿La construcción del sujeto sobre la base de su pasado, de su experiencia, de su memoria?

Si conviniéramos que este relato es una representación del valor[4] de la memoria. Ya hemos señalado que Funes es retratado como una persona que aún teniendo un don maravilloso, éste parece ser utilizado de manera insensata y, por tanto, inservible. El hablante se refiere a él así: “sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, es abstraer” (126). Más adelante se dice que era incapaz de concebir o captar ideas generales, platónicas. ¿Esta declaración, no es acaso en sí misma, una antípoda a lo universal y, por ende, específica, ancilar? Adicionalmente, Funes posee una capacidad de almacenar información tan poderosa que ni siquiera se le hace necesario anotar. El narrador dice: “No lo había escrito, porque lo pensado una sola vez ya no podría borrársele” (124). Vale decir, si este personaje no escribe, su producto es pensamiento puro. ¿Cómo entonces calificar un relato que trata de la pureza del pensamiento, antes de la escritura física[5], que se fundamenta en la existencia, en todos sus planos, de los recuerdos? Cuando aún más, el propio protagonista considera que su situación postrada es un “precio mínimo” a pagar por la maravilla de su memoria.

Como ya he señalado, si bien el narrador, quien relata la historia –valga la redundancia- desde sí, nos muestra una idea de memoria, como un recuerdo elaborado más allá de la mera información ancilar, incluso –podríamos concluir- con un fundamento ético de evitar el olvido[6]; y en este sentido, colmado de un mensaje universal donde la memoria es parte constitutiva de la experiencia humana y, por tanto, de su naturaleza; la experiencia de Funes no podría descalificarse como tal y de plano sólo por no presentar rasgos convencionalmente humanos. De hecho, en algún momento el hablante dice: “Tal vez todos sabemos profundamente que somos inmortales y que tarde o temprano todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo”. ¿Será esta metáfora, entonces, una admonición a reconocer ese conocimiento que habita el interior del Hombre y que el ruido externo que hemos construido en pos del desarrollo no permite extraerlo? La imagen del perro que cambia a cada segundo o cada posición, dependiendo de donde se mire, ¿no será una expresión de ese conocimiento que es más una sabiduría vital, en la línea de Heráclito? ¿Por qué es infeliz a causa de la memoria? Hay aquí, probablemente, no numerosas, pero sí suficientes evidencias de una experiencia humana, distinta, pero también posible y legítima.

¿No es acaso la memoria un desafío ético del Hombre? Si acordáramos que sí, sería un desafío universal que debiera asumir y por tanto construir un Hombre nuevo, un soldado universal, mitad memoria, mitad presente, que lucha por un futuro de libertad. No parece trivial, ancilar, entonces, que para la representación de Funes se haya requerido de una catacresis, puesto que hasta ese momento aún no existía.

He intentado aquí, enmarcado en la teoría de Reyes, un Borges circunscrito que crea una historia, la de Funes, el memorioso, inscrita como un flujo de tres partes, en constante movimiento, transfigurándose el Hombre a través de ella.

Bibliografía

Borges, Jorge Luis. “Funes, el memorioso”. Ficciones. España: Rodesa, 2000. 115 – 126.

Borges, Jorge Luis. “Prólogo de Artificios”. Ficciones. España: Rodesa, 2000. 113 – 114.

Reyes, Alfonso. Teoría Literaria. México: Fondo de Cultura Económica, 2005.


[1] Esta idea es parafraseada de Valéry.

[2] En el relato Funes señala: “mi memoria, señor, es como vaciadero de basura” (120).

[3] Que bien podríamos suspicazmente inferir devela una ficción, y por tanto la eliminación, la inexistencia del -ahora- personaje, salvo en su propia creación.

[4] Valor en términos axiológicos.

[5] El pensamiento también sigue patrones escriturales.

[6] Según Todorov, uno de los flagelos aparecidos con los regímenes dictatoriales del siglo XX.


sábado, septiembre 10, 2011

La primera oscuridad_el último fantasma de Hahn



No sabía del último libro de Hahn hasta que llegó a mis manos. Y cuando lo tomé, lo primero que llamó mi atención fue la imagen de su portada. Pensé que era una foto de una especie de cirio ceremonial encendido, en cuyo extremo superior, visto desde abajo, resaltaba su luz pequeña pero intensa, una llama refulgente pero primaria… poética. En efecto –me dije, el último poemario de Hahn se titula “La primera oscuridad”. Luego, tras su lectura, mientras comenzaba ese proceso de ensimismamiento, aquel que me sirve para decantar su contenido, volví a mirar la portada y me percaté con sorpresa de que ahora veía una imagen espacial: eran dos estrellas alineadas en perspectiva y en dirección al sol. Y me quedé suspendido en la imagen, fija mi mirada en el hallazgo, y mi pensamiento en lo que podía representar esa figura. En ello, me adormecí siguiendo el ritmo del vaivén soporífero del metro. Sólo cuando me desperté tomé conciencia que me había dormido en algún momento, no pude definir con precisión cuándo, sólo recordaba los versos de Hahn y la imagen de la portada de su último libro.

Algunos días después, cuando escribo estas líneas, me doy cuenta de que leer a Hahn es de alguna manera perder la certeza de los límites de lo que por convención llamamos realidad y, por tanto, también, irrealidad; y de que ese estado bien podría ser un sueño, un recuerdo o un déjà vu. Es que con Hahn el pensamiento se desdibuja insidiosamente y se acompasa con el sueño para llegar a un sitio poblado de sujetos textuales que hablan, juzgan, atemorizan y se mueven con una soltura siniestra a través de las dimensiones de la existencia, y más allá.

Pero atravesemos el espejo.

En La primera oscuridad, si husmeamos en los “rincones del azogue” (53), creo posible reconocer con facilidad la pluma y estilo de este autor y disfrutar de la belleza, la profundidad y el carácter lúdico de sus versos. Por otro lado, también es posible identificar para los 43 poemas de este poemario, o al menos para su gran mayoría, una clave de lectura atravesada por el pesimismo ante el porvenir de la humanidad que no brillará –quizás- como la primera luz que devino después de la primera oscuridad. Pero este eje articulador del texto, a diferencia de lo que pudiese pensarse, no se queda en el lamento, ni menos en la negación de estas circunstancias, por implacables que parezcan. Tal vez, es esta escisión del yo en Hahn, esta despersonalización del hablante, la que resulta en una suerte de sedante, una dosis de clemencia, un bálsamo para el lector ante tamaña verdad en cierne, que de un modo casi profético se deja ver a lo largo de todo el libro. Todos los hablantes, empero, pese al descentramiento posmoderno con que el autor los configura, resultan difícilmente separables de su propia voz, pensamiento y sentimiento. Es así que, en esta oportunidad, no es el amor erótico el que ocupa la atención del poeta sino sus profundos cuestionamientos filosóficos, especialmente sobre el devenir del ser humano y su comprensión del destino como el inefable fracaso ético de cómo ha decidido vivir.

Sin ir más lejos, el poema que da nombre al libro comienza con tres preguntas: “¿Qué sabemos del infinito/ que precede a la vida?/ ¿Qué ignoramos qué olvidamos/ de la primera oscuridad?/…/ ¿dónde estábamos antes de alzarnos con el ser?” Más adelante en el poema, se formula otra pregunta retórica que contiene una conclusión tácita: “Si la primera oscuridad/ es anterior a la vida/ y a la muerte/ anterior al espacio/ y al tiempo/ ¿de qué material inmaterial/ está hecha/ de qué substancia inconcebible/ de qué ser su no-ser? (45-46). Más allá de un juego de palabras ¿no es acaso una búsqueda desesperada de una verdad, un origen, un fin, un sentido -por cierto imposible de verificar? ¿O más bien es una forma de discurso, una reivindicación, una fustigación al hombre primitivo que el autor ve en el hombre de hoy? Hahn, esta vez, no habla de la muerte sólo como una mera experiencia individual –valga la aparente paradoja de esta afirmación- sino que también se ocupa de la muerte de la humanidad y, aún más, de las condiciones en que esto puede llegar a ocurrir. Pareciera que el autor intentara denodadamente generar en sus lectores, humanos todos, la conciencia de un punto de inflexión para transformar la historia de la humanidad, la del futuro, en una esperanzadora ucronía exenta de destrucción, guerras y radiación.

Esta visión posiblemente política es por sobre todo fantástica: “Volveré al planeta Tierra en unos dos o tres mil años más” (13). Volver del pasado al futuro. Un volver hacia adelante. Pero no como en un comic, aunque hable de la barbarie como algo cotidiano, una obviedad dada. Asimismo, muchos poemas resuenan a una película fantástica, pero menos a Blade Runner y más a 2001: odisea del espacio, especialmente cuando mutantes, en el futuro, entran a la caverna para adorar a su dios: un estremecedor hongo atómico. En el poema “Arqueología del quinto milenio” (15) aparecen los mutantes, esta vez como individuos ávidos de conocer un pasado desconocido pero originario. Sin embargo, sólo encuentran piezas metálicas y artefactos mecánicos ¿A estos vestigios se reduce el legado de la humanidad? No sólo a esto, también a “altos niveles de radiación”. De tal modo que -concluye: “y tuvieron que enterrar/ todo de nuevo” (15). (Más adelante, en “Posmodernos” (51), sentenciará: “Ahora no somos más/ que actores secundarios/ de una mala película”).

Tampoco es un manifiesto ateo, aunque en varios poemas –casi de manera inédita en este autor- se refiera a Dios como constructo humano o declare de plano su inexistencia. Por ejemplo, en el ya citado poema “Mutantes” (13) dice: “Así ocurrió en la era de las tinieblas/ cuando los hombres inventaron un Ser/ a su imagen y semejanza/ y se dedicaron a matar en su nombre”. O en el poema “La Ley” (79) donde el hablante derechamente señala: “Personas dijeron que la Ley/ la había dictado Dios/ Personas dicen que ‘Dios dice’/ Pero Dios no dice nada/ son personas las que dicen…”. O en “Summa theologica” (41): “La vejez es la prueba/ de su inexistencia”, la de Dios.

Pero las menciones fantásticas van más allá de Dios y los mutantes. En el poema “Cosmonautas” (17), Adán y Eva son astronautas que se envían mensajes de texto y preparan sus naves para acoplarse, donde el punto de acoplamiento es la figura de una súper nova: “El resplandor de la explosión/ inundó el universo/ y anunció el nacimiento/ del amor y la muerte”. Asimismo, (re)aparecen los prefantasmas, los mismos que nacieron en “Apariciones Profanas” (Santiago: Lom, 2002), esta vez para darle un misterioso final al poema “La primera oscuridad”: “Me lamen con sus lenguas/ diminutas y entonan/ una canción descolorida” (47).

Es que Hahn es fiel a sus fetiches, y así, además de a los ya reseñados, recurre al espejo en “La memoria de los espejos” (53), los reflejos (sobre los que volveré más adelante), el desdoblarse en “Paseo nocturno” (63), y a ese “alguien” o “algo” que se aparece todo el tiempo en los intersticios y muchas veces en los frontispicios de la poesía de Hahn. Es una otredad la que habla, o aparece como objeto, o de alguna forma acecha ominosamente. Es “…una voz surgida de no sé dónde…” que le responde al que habla en “Cajones” (49) en un episodio de tipo paranormal. Sólo basta revisar los títulos de los siguientes poemas para reconocer este tipo de entidades: “El Cazador de almas” (43); “El intruso” (61) como alguien que entra a su habitación, alguien a quien teme, y que finalmente parece ser él mismo; “Lo innombrable” (35), como aquella “…imagen insondable” que se desdobla de esa persona a quien le habla y que “Siempre está más allá: se va contigo/…/ no tiene forma pero se percibe/ y moriría si es que se le nombra”; “Aparición” (31), la de una niña irreal, de otro tiempo; “Maniquí” (29) a quien “… le habrá crecido/ un corazón propio/ apto para enamorarse” después que el hablante pusiera el propio en su pecho.

Además, podemos reconocer variadas versiones humanas y sus papeles en la sociedad, o en la soledad, la soledad sideral del universo – como si no bastara con la cotidiana. Y así el sujeto textual puede vestirse de otro hombre o sufrir una metamorfosis, como en el poema “Hechizo” (65), en el cual su forma física ha sido transmutada en sapo, araña o plumífero por causa de una mujer despechada; o en el interesante poema “Work in progress” (27): “me encontré sobre mi cama/ sufriendo una metamorfosis”, cuyo cambio –concluye el hablante- constituye “…los borradores/ inversos de la muerte…” y continúa sentenciando: “Estamos destinados/ a que nuestra versión definitiva/ sea la más imperfecta”. O su transformación en ostra, para cerrarse y protegerse del entorno de un cóctel, en el poema homónimo (81). O él mismo como sombra de otro tiempo en “Designios” (69): “Cuando ese hombre era niño/ no sabía que la extraña figura/ medio oculta/ entre las sombras de la pared/ era su propia imagen/ que lo observaba del porvenir”. O la transfiguración propuesta en “Auto sacramental” (21): “Tengo la extraña sensación/ de que morí hace muchos años/…/ Sólo miro este auto sacramental/ en el que hago el papel del Niño/ y del Joven y del Anciano/ y también del Espectador que contempla/ como se pasa la vida/ como se viene la muerte tan callando”.

A Hahn pareciera preocuparle más que nunca -como aquel condenado a muerte- el estatus moral propio –y el de sus hablantes- y a través de sí el del Hombre. Es un Hahn tan profundo como atemorizado, como quien ve cada vez más cercana la muerte propia y se desespera en su intento por modificar la insoportable pesadez de su ser. Y aunque a lo largo y ancho de toda su obra, la muerte habita cómodamente, algunas veces como maestra, otras como meretriz, casi siempre como un misterio; esta vez, incluso en la ausencia explícita de esta figura, merodea y se posa como una sombra pesada, que tizna la emoción que moviliza el autor. Este temor por el otro, también humano, y en definitiva por él mismo, es reconocible –además del poema “El intruso”- en el poema “Enemigos” (93), ingenioso pero no menos abatido, y donde el que habla concluye que si su enemigo muere “se volvería fuerza sobrenatural/…/ convertido en tenebroso fantasma”, a quien desafiaría si él también muriera, porque su “…campo de batalla/ será el espacio de la muerte”. Pero si pierde, el castigo es “reencarnarse en el cuerpo futuro/ de su eterno rival”. Y, finalmente, el cierre del poema como clave de lo dicho: “Tengo miedo de haber perdido ese combate/ y de estar cumpliendo la pena/ en esta vida”.

Esta –en definitiva- desilusión universal se puede apreciar en la incomunicación y la torpe miopía de desconocer el aprendizaje de generación en generación en “Escala cromática” (25). En el dolorido poema “Prójimos” (77) sobre “Los caídos en la guerra/…/…convertidos/ en hermanos de leche/ gota a gota mamando/ los senos de la muerte”. O en su visión de la vida como la última vuelta de la Tierra, como rueda del “Parque de entretenciones” (37) o en el mundo como una carpa y la gente como malabaristas de un “Circus” (75). Para el autor, el futuro parece una ineludible transición hacia un mundo que no existe: “ahora cavo y cavo/ y lo que sale es un agujero sin fin” en “Los días que royendo están los años” (33). Por último, “Reflejos en el asfalto mojado” (71) es un ejemplo de cómo el autor muestra la vida, el quehacer, los objetos, reconocidos a través de la imagen reflejada, en este caso, en el asfalto de una ciudad una noche después de la lluvia; pero este reflejo trae implícita la oquedad, el vacío de la inexistencia de las imágenes, infundiéndole un contexto de desolación profunda: una ciudad fantasma. (Valga notar la interesante repetición de secuencias de versos a modo de reflejos dentro del texto del poema).

Una última alusión merece la exploración del autor a otro sentido. Si antes se basaba esencialmente en la visión, en este poemario, sin ser predominante, comienza y termina con la audición: escuchar sonidos, luego conciertos y finalmente la música que proviene, quizás, de su memoria. “Cosas que se escuchan” (9) es el primer poema y apunta a la extrañeza de escuchar cosas que no existen aunque sean cotidianas, como sucesos del pasado: “Qué extraño es sentir…/ el persistente sonido de la lluvia/ cuando no está lloviendo”. El segundo poema es “Sala de conciertos” (11), donde lo que se oye es música, sin voces ni instrumentos. Ante la pregunta se responde en el cierre del poema:”no lo sabemos/ no nacen todavía”. Posiblemente serán los mutantes que aparecen en el tercer poema. Y termina el libro con “La música” (95), como lo único que escucha mientras pasa inexorable el tiempo en la absoluta soledad. Cierra así: “Vivo solo/ y la música es mi única/ compañía”.

Este alfa y omega del libro enmarca y complementa categóricamente el contexto de un Hahn extenuado, desesperanzado, desenamorado y solo. Podríamos inferir la siguiente secuencia poética: Una lluvia que se escucha cuando no está lloviendo; ¿qué es ese sonido?; ¿alguien?; ¿quién?: nadie. Y la lluvia que -pudiésemos pensar- inconscientemente aparece a lo largo del libro (“Cosas que se escuchan”; “Nueva York hora cero”; “El incendio” (55); “Reflejos del asfalto mojado”; “El pasajero de la lluvia “(83)) lo empapa y lo transforma en “una fina película transparente” (71). Transparente como si no existiera, como si nunca hubiera existido, como la imagen del otro lado del espejo.

En resumen, salvo “Campamento de verano” (19); “Reencuentro” (57); “Película muda” (59); y –algo de- “Acuario”; que parecen sacados del poemario Mal de Amor (Santiago: Ediciones Ganymedes, 1982); La primera oscuridad es un poemario escatológico, y en este sentido, quizás, por primera vez, Hahn no juega con la muerte sino que verdaderamente le teme. Este miedo se desliza en la idea del desengaño por la humanidad y con permanentes alusiones al fin de la historia (algunas explícitas, a través de aviones, atentados y la lluvia de cenizas en “Nueva York hora cero” (23) y algunas referencias bizarras a la bandera chilena como una aparición redentora en “Revelación” (85), el título “Movimiento sísmico” (87) y el no menos extravagante “Plegaria al Dios de la quietud” (89)). Así, la impresión que queda al finalizar su lectura, es que las preguntas iniciales sobre el origen de la luz y lo que había antes, esa primera oscuridad, parecen ser no más que un corolario derrotado, insulso, ante lo que definitivamente somos, o podemos llegar a ser como una imagen o un reflejo del presente en un futuro –aunque fantástico- posible. Por eso, pese a la llama o estrella de la portada, se trata de un poemario desconsoladamente apocalíptico e inalterable como condena, la del Hombre.

Sólo cuando escuché una voz que avisaba el fin del recorrido, tomé conciencia que estaba dormido, los vidrios del vagón corroboraban la ausencia de personas, me levanté rápidamente, tomé el libro de Hahn en una mano, miré la luz de su portada, y salí a través de la puerta.




Esta reseña literaria aparece en la revista Letras en línea: http://www.letrasenlinea.cl/?p=2088

viernes, junio 18, 2010

Cuando conocí a Binns el día que murió Saramago; o ensayo sobre la carroña virtuosa


…más que una modelo posando para un fino pintor
es un exhibicionista masturbándose en el andén de un metro en obras
A. Tobar


Ha muerto Saramago. Y veo en retrospectiva como sus novelas fueron descascarando la pintura de ese cielo raso que tenía tan cerca de mi cabeza. Rememoro por ejemplo ese capítulo de cristo en el mar de Galilea discutiendo con el demonio, y cómo mi avidez por pensar las cosas desde numerosas perspectivas empezaba a transformarse en un vicio ineluctable. Tanta uniformidad heredada de la dictadura y de una sociedad pequeña, arribista y complaciente. Fue un levantamiento popular ante mi conducta aprendida de toque de queda. Afortunadamente era joven. Más que en años, en mi deseo insaciable por intentar desestabilizar las estructuras, principalmente la propia, aquí adentro de esta cárcel que solemos ser nosotros mismos.


Y en la candidez de quien evade la cotidianeidad, me encontré con Niall Binns. Creo que es un poeta londinense por accidente, avecindado en Madrid por razones estrictamente personales que desconozco, y que como varios inconscientes les encantaría vivir en Chile. Es un antipoemofílico, al menos así lo parece al reconocer sus méritos académicos. Y así entre los escombros, unos cepillos de dientes en 69 y los pelos de sus musas, encontré pocos pero esenciales residuos de su existencia. No pude sino sentirme un buitre carroñero -de esos mismos que él describe- de esas letras malditas para algunos, para mí letras crudas como las más apetitosas carnes que alimentan mi órgano creador de versos.


No soy ni somos buitres, en la forma que cualquier vecino podría señalar, sino que sobrevivientes que se nutren de la sustancia fundamental, de la poesía. Sólo los poetas leen poemas –escuché por ahí. Poetas carroñeros de sí mismos –pensé por acá.


Ya ha pasado tiempo de que me encontré a ese hombre llamado Saramago (como hoy escribiera Sepúlveda). Pero qué importa el tiempo. Hoy se le acabó a un grande. Pero hoy mismo también empezó para mí, como Lavoisier legislara, mi revoloteo en círculos sobre los restos de Niall. Esa materia no se pierde. La obra de Saramago tampoco. Y así yo, tal cual he visto cómo mis carroñeros mordisquean mis colgajos en vida, seguiré alimentándome de la materia inmortal de Saramago y acechando la de Niall. Toda ella viva. Todas ellas cadáveres ¿exquisitos?


En mi ropa en la manta en el sofá hay pelos
tuyos que se enredan sigilosos
atándome los pies, desatando los recuerdos
Los rastreo y recojo
y los he ido anudando
uno por uno, para hacerte un collar
que me sirva, de paso, como soga
Lo ataré de noche a la bombilla del salón
subiré a una silla,
y después de meterme la cabeza, y proferir
las palabras de sobra conocidas
daré una leve patada, y veré entonces
si son débiles los lazos de nuestro amor

(de Canciones bajo el muérdago)



Definitivamente, entonces, me has dejado y no me queda más vestigio de tu paso que un miserable cepillo de dientes, que sigue acompañando al mío en el vaso sucio de siempre.


Tu cepillo es de color rosa, el mío azul: qué recta ha sido nuestra línea hacia la nada. Pero aunque tú estés lejos, nuestros cepillos de dientes, día tras día y en largas noches de lujuria, entrelazan sus puntas sedosas: incansables.


A veces les doy la vuelta o les invento las posturas más inverosímiles; y como el hombre de Altamira esbozando en su caverna el bisonte que en el acto se condena, me regocija escucharte gritar, sacudida del sueño -sin saber por qué-, y sentir en mi espinazo cómo te estremeces -blanda, sudorosa, sofocada y mía- en las más altas horas de la noche.

(De Five love songs)



BUITRE


Buitre el homo sapiens que se ceba en la desgracia de los demás

Buitre el que desempolva la memoria de su familia deshecha

Buitre el que esteriliza el paisaje de su podredumbre orgánica

Buitre el que llora, masturbándose, por lo que pudo haber sido

Buitre el que aún atesora sus primeras cartas de amor

Buitre el que empolla su nostalgia en atardeceres sin fin

Buitre el que se arrastra detrás de un paraíso perdido

Buitre el que vive en las escarpadas crestas de las sierras

Buitre el autobiógrafo de la infancia iluminada

Buitre el periodista fabricante de sordideces

Buitre el que escarba las escombreras por comida

Buitre el abogado cortejador de los deudos

Buitre el carnívoro que no siente la muerte

Buitre el que habita un universo de chatarra

Buitre el fanático de Barbara Cartland

Buitre el funcionario de las endogamias

Buitre el que vuelve a ser niño en los sueños

Buitre el lector de San Juan de la Cruz

Buitre la ebriedad de las alturas

Buitre el devoto del diccionario

Buitre el ratón de biblioteca

Buitre el heredero voraz

Buitre el que escinde las nubes

Buitre el rey del reciclaje

Buitre el coleccionista

Buitre el ave sagrada

Buitre el calumniado

Buitre el que calumnia

Buitre el poeta

traficante

de restos

Buitre el buitre



poetas de hoy (el poeta poeta, el poeta pobre, el poeta esteta, el poeta filólogo, la poeta indignada y el poeta fórmula 1)

1) El poeta poeta sale a la calle vestido de capa negra
Bordada en la espalda de la capa negra lleva la letra invisible P
El poeta poeta pasea por la noche madrileña y la poetiza
Ve acercarse un coche y dice
"Dos luciérnagas vienen acercándose
a 110 kmph"
Llora de la emoción
Ve alejarse el coche y dice
"Dos fumadores se van por la noche
a 110 kmph"
Llora de la emoción
Llama a los amigos y les cuenta el hallazgo

2) El poeta pobre queda en trance
cuando ve pasar un coche por las páginas del periódico
Un coche nuevo mola más, por supuesto, que la Victoria de Samotracia sobre todo cuando tiene a Victoria de Samotracia o la Lisa Monísima desparramada sobre su resplandeciente capote
El poeta pobre toma nota
Va a un bar, se emborracha, balbucea algún verso melancólico
sobre su infancia o su novia perdida
Se compra otro gintonic con beefeater
"No soy pobre ni poeta", dice: "Soy un pobre desgraciado"

3) El poeta esteta pasea por el centro y se compra un chalequito azul Hay muchos taxis y muchos mercedes
y muchos bmws, pero él no los ve
Desprecia la apariencia, la epidermis de las cosas
El poeta esteta vuelve a casa y escribe
"Piedra" dice, y se estremece
"Agua" dice, y se estremece
"Aire" "Tierra" "Fuego" dice
y se estremece tres veces
Siente la ebullición de las esencias
Luego se sienta en el sofá, sonríe
Piensa cómo se van a estremecer los demás

4) El poeta filólogo
mide sus versos con pasmosa precisión
Éste, me dice, es un endecasílabo
Éste también es un endecasílabo
Éste, en cambio, no es ni endecasílabo ni nada:
es una aberración (este verso que empieza
"es una aberración" es un alejandrino
me señala -muy sabio- el poeta filólogo)

5) La poeta indignada se niega a aparecer en mi poema
"Otra vez soy minoría", me protesta
"¡Una entre seis! Es indignante", me dice

6) El poeta fórmula 1 se ríe de los miméticos
"No cantéis a la velocidad, oh poetas", dice
"Que florezca en el poema, ¡coño!"
El poeta fórmula 1 prefiere quedarse en el garaje
escribiendo una poesía de alta velocidad
borbotante de bencina
Sus poemas son muchos, largos y energéticos
Carecen de puntuación y de sentido
pero impresionan mucho
Son muy antologados

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Foto 1: óleo de Marcia Zegarra tomada de su blog: http://marciazegarra.blogspot.com/)

Foto 2: buitre. Tomada de http://www.galeriade.com/angel/details.php?image_id=777&sessionid=36fc63ecc21b45c33fc3508642799b8c


En Salieri uno que por músico no nos deja de abrevar con palabras. Para escuchar pincha aquí.



domingo, mayo 02, 2010

Aquí, Londres, dos mil diez (una antología ad hoc de Ángel González)

¿Quién tiene la verdad? ¿Hay alguien cierto que su vida es producto de sus decisiones? La única certeza es aquella que nos calla para siempre. Y mientras ¿qué se hace durante esta efímera existencia? Creer en algo. Elaborar complejas ideas y modelar proyectos a la medida del deseo insaciable (el propio y el de la audiencia). Hacer una u otra cosa, tomar una decisión, tiene sentido sólo para unas cuantas débiles variables temporales, sin embargo, va trazando un recorrido que puede llevarnos lejos. Del territorio, del corazón y la carne de los que -decimos y creemos- amamos, de nosotros mismos inclusive. Pero está bien. Bien por oposición, porque no podría asegurar si está mal. Total, al final del día, el único consuelo que me queda -y que no es poco- es aquel de no mentirle al que creo ser, y seguir adelante, como un malabarista y sus tres y cuatro variables suspendidas en el aire, esperándolas -a veces una eternidad- para tomarlas y volver a lanzarlas al aire como monedas de infinitas caras. Ese consuelo pesa lo suficiente para que mis párpados caigan y concilie el sueño. Y así un día, le sigue al otro, y un mes nos conduce a la próxima estación, y la luz juega a las escondidas, para dejarnos a oscuras, solo, sólo con esa voz que pregunta y pregunta, qué se ha llevado el día con su pulso fatal.

Ángel tiene versos que se acomodan a estas palabras sin sentido, o quizás fue al revés. Pero me basta así -diría, no más por hoy de somniloquios.


No tuvo ayer su día

Ya desde muy temprano,
ayer fue tarde.

Amaneció el crepúsculo, y al alba
el cielo derramó sobre la tierra
un gran haz de penumbra.

Cerca del mediodía
un firmamento tenue e incompleto
-¿cifra de nuestra suerte?-
brillaba todavía en el espacio.
(la Luna
no iluminaba al mundo;
su cuerpo transparente
nos permitía tan sólo adivinar
la existencia más alta de otro cielo
inclemente también, inapelable.)

Seguimos esperando, sin embargo.

Imprecisas señales
- un latido de pájaros, a veces;
el eco de un relámpago;
súbitas rachas de violento viento-
nos mantenían alerta.

A la hora del ocaso
salió un momento el sol para ponerse
y confirmó las sombras con ceniza.


---


El día se ha ido


Ahora andará por otras tierras,
llevando lejos luces y esperanzas,
aventando bandadas de pájaros remotos,
y rumores, y voces, y campanas,
-ruidoso perro que menea la cola
y ladra ante las puertas entornadas.

(Entretanto, la noche, como un gato
sigiloso, entró por la ventana,
vio unos restos de luz pálida y fría, y
se bebió la última taza.)


Sí;
definitivamente el día se ha ido.
Mucho no se llevó (no trajo nada);
sólo un poco de tiempo entre los dientes,
un menguado rebaño de luces fatigadas.
Tampoco lo lloréis. Puntual e inquieto,
sin duda alguna, volverá mañana.
Ahuyentará a ese gato negro.
Ladrará hasta sacarme de la cama.


Pero no será igual. Será otro día.


Será otro perro de la misma raza.


---

Ya nada es ahora

Largo es el arte; la vida en cambio corta
como un cuchillo
Pero nada ya ahora
-ni siquiera la muerte, por su parte
inmensa-
podrá evitarlo:
exento, libre,
como la niebla que al romper el día
los hondos valles del invierno exhalan,
creciente en un espacio sin fronteras,
ese amor ya sin ti me amará siempre.


Así fueron

La mañana
-ese tigre
de papel de periódico-
ruge entre mis manos.

Ambigua e indecisa,
exhibiendo las fauces irascibles
en un largo bostezo,
se levanta:

va a abrevar en los ríos,
a teñirlos de rojos con sus barbas sangrientas.
Luego se precipita sobre el valle.

Las tres en punto ya;
Parece que la luz, zarpa retráctil,
Abandona su presa.

Pero eso,
¿quién lo sabe?

Agazapado
Como una loba,
El crepúsculo espera
A que salga la luna
Para aullar largamente.

Así fueron los días que recuerdo.

Los otros,
los que olvido,
huyeron como corzas malheridas.

---

Quise

A Susana Rivera

Quise mirar el mundo con tus ojos
ilusionados, nuevos,
verdes en su fondo
como la primavera.
Entré en tu cuerpo lleno de esperanza
para admirar tanto prodigio desde
el claro mirador de tus pupilas.
Y fuiste tú la que acabaste viendo
el fracaso del mundo con las mías.


---

Diatriba contra los muertos

Los muertos son egoístas:
hacen llorar y no les importa,
se quedan quietos en los lugares más iconvenientes,
se resisten a andar, hay que llevarlos
a cuestas a la tumba
como si fuesen niños, qué pesados.
Inusitadamente rígidos, sus rostros
nos acusan de algo, o nos advierten;
son la mala conciencia, el mal ejemplo,
lo peor de nuestra vida son ellos siempre, siempre.
Lo malo que tienen los muertos
es que no hay forma de matarlos.
Su constante tarea destructiva
es por esa razón incalculable.
Insensibles, distantes, tercos, fríos,
con su insolencia y su silencio
no se dan cuenta de lo que deshacen.




Aquí, Madrid, mil novecientos

cincuenta y cuatro: un hombre solo.

Un hombre lleno de febrero,
ávido de domingos luminosos,
caminando hacia marzo paso a paso,
hacia el marzo del viento y de los rojos
horizontes -y la reciente primavera
ya en la frontera del abril lluvioso...-

Aquí, Madrid, entre tranvías
y reflejos, un hombre: un hombre solo.

- Más tarde vendrá mayo y luego junio,
y después julio y, al final, agosto -.

Un hombre con un año para nada
delante de su hastío para todo.

---

Un buen aderezo a estos versos y una denuncia a la idea absurda de buscarle un sentido al destino, en voz, imagen e historia, pueden encontrarlo en Salieri, pincha aquí.

Nota:
Foto 1: La Sagrada Familia, escalera en espiral. Tomada por Pablo Rainer en Septiembre de 2006.
Foto 2 y 3: murales de Sevilla (paseo a la orilla del Guadalquivir). Tomadas por el mismo Rainer en Febrero de 2010.



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